“Nunca sabés qué te depara la vida: a veces la cárcel te da una oportunidad que ni la vida misma te da”. Lo dice un preso de Villa Urquiza, condenado a 16 años. Nunca tuvo la oportunidad de aprender a leer y escribir. Pasó gran parte de sus 37 años ocultando esta falta que acaso lo avergonzaba más que su prontuario. Hace unos meses, cuando su mujer fue a verlo en el horario de visita, él le tenía preparada una sorpresa: sacó una Biblia y se puso a leer en voz alta. Ella pegó un grito: “¡Leés!”. “Sí… ya leo”, rió él. Hacía tiempo que no le brotaba una alegría, al menos en los tres años y seis meses que lleva Jorge privado de su libertad.
“Aquí se nota mucho la diferencia entre el interno que estudia o tiene estudios y el que no. Se ve en el trato, en la forma de expresarse…” , comenta la sargento primero Claudia Albarracín, coordinadora de Educación. Se advierte en ella cierto orgullo cuando habla de sus “muchachos”. Los trata con cariño y familiaridad. Aunque siempre de “usted” y por el apellido. Conoce al detalle la situación de cada uno. “Casi el 90% llega aquí con la primaria incompleta, son muy pocos los analfabetos -y nunca son los más jóvenes sino los más grandes -, y apenas 5% ha terminado la secundaria. A pesar de que es obligatorio, solamente el 30% estudia. Cuando empiezan a ir a clase se notan los cambios, para bien; el aspecto de la persona cambia, el trato con los demás es diferente”, agrega con un ademán suave.
Hay 18 internos inscriptos en la Universidad. Casi todos en la Facultad de Derecho de la UNT. Los alumnos tienen un tutor designado para estudiar las materias en el penal y cuando van a clase lo hacen con custodia, según explica la sargento.
Francisco, de 33 años, dice sobre la educación en la cárcel: “es una ocasión para salir, para estar con los compañeros, para conversar de otras cosas con los profesores y para despejarte la cabeza. A mí estar aquí me pone mal, muy mal” repite agachando la cabeza. Lleva apenas un año y tres meses y todavía le quedan 16 años y ocho meses.
“Quisiera terminar la secundaria y estudiar ingeniería mecánica”, sueña. “Ellos hacen talleres de rugby, carpintería, albañilería, herrería, panadería, economato, imprenta … yo no …yo limpio el aula nomás”, dice Francisco marcando de alguna manera su estado de ánimo.
Diego, de 41 años, valora el hecho de que los profesores están preparados para estar en un lugar como el penal. “No es cualquier profesor. Ellos nos conversan, nos enseñan cosas de la vida, además de las cosas de la escuela”, cuenta. “Nos ayudan cuando nos ven mal”, interviene Walter, de 43 años y padre de siete hijos. “Porque aquí uno piensa mucho en la familia, en los hijos que no ve hace mucho tiempo. Tenemos nuestros bajones y los profesores nos contienen”, agrega. “A mí me vienen a visitar mi mujer y mis hijos más chicos, los más grandes no, no quiero que me vean aquí”, se avergüenza.
“Te sostiene Dios”
Los días de visita (dos por semana) son los peores de la semana. No hay clases. “A más de un interno, aun al más fuerte, se lo ve llorando por ahí”, afirma Walter. “Aquí lo que te sostiene es Dios. Cuando se van los familiares -porque acá los amigos de afuera se borran- lo único que queda es Dios”, asegura Jorge, padre de cinco chicos. “Por lo demás aquí estamos bien, comemos bien, y nos ayudan a volver cambiados a la sociedad. Yo quiero estudiar y llegar a ser abogado. Todo el tiempo que esté acá voy a estudiar”, afirma. Jorge tiene que pasar 15 años preso.
El más contento es Ezequiel, de 30 años, padre de una hija de cuatro años. “Llevo un año aquí, estoy procesado, y me falta poco para terminar la secundaria. Siempre le doy una mano a los de la primaria, porque veo que son buenos, que tienen ganas de aprender”, se presenta. “Yo antes de estar acá hacía diseño gráfico y trabajaba en mantenimiento de cámaras de seguridad, además tenía mi banda porque soy músico y también hice dos años de modelaje en una agencia de modelos”, desgrana orgulloso de su currículum. “Me gusta ayudar. Aquí hay mucha gente de buen corazón, que uno no imagina en un lugar como este”, dice como quien está de visita.
Néstor se presenta como salteño, 28 años, ex estudiante de la carrera de contador en la Universidad Católica de Salta. En Tucumán, donde vino a trabajar, ocurrió lo que lo llevó a la cárcel. Se puso de novio y cometió un delito, aunque él dice que no hay pruebas en su contra. Pero podría caberle condena perpetua. No hay nada firme todavía, se consuela. “Trabajo para el empleado de la cocina y de ahí me voy a la imprenta; tengo una habitación para mí solo, ahí tengo mis libros, los resúmenes de las materias Lógica e Histórica del Pensamiento que voy a rendir en noviembre”. Quiere ser abogado.
Walter confía en que gracias al estudio, esta vez de la cárcel va a salir algo bueno. “Éramos 12 hermanos, mi papá era canillita. Teníamos todo para vivir bien, pero la calle me llevó por mal camino. Mi padre nos levantaba muy temprano para ir a repartir diarios. Teníamos un puesto en la plazoleta Mitre”, sonríe.
Los más chicos
En el instituto Roca, donde hay 28 adolescentes de 16 y 17 años con causa penal, el estudio es obligatorio. Hay 10 chicos que deben terminar la primaria y 15, la secundaria. “Son muy pocos los analfabetos, en general han dejado la escuela porque los padres no les exigen, por eso se quedaron fuera del sistema. Nosotros tratamos de revincularlos con la escuela. Creamos adherencia para que el chico vaya después por su cuenta”, explica el profesor Sergio Soria.
Los adolescentes están uno o dos meses en la institución, de modo que en ese tiempo muchos no van a la escuela, pero hay tutores socioeducativos que van a la escuela donde están cursando y piden las tareas para que el alumno no pierda el ritmo. “Pero a veces son los padres los que no quieren que por un mes se informe a la escuela que los chicos están en el instituto para que después no sean discriminados”, dice Soria.
Omar, por alguna razón, está hace un año en el instituto Roca. Tiene 17 años y sueña con trabajar en la carpintería de su tío cuando salga. Va tres días a la semana a una escuela común porque los otros dos se queda en el instituto a esperar que lo visiten su madre y su hermana. Dice que le gusta herrería, “siempre he sido de armar y desarmar cosas”. Nadie le pregunta por qué está ahí. Es lo primero que se ha pedido desde la dirección que no se les pregunte. “A los chicos eso los moviliza mucho y después se quedan muy mal”, fue la recomendación. Pero parece que era justamente lo que Omar esperaba y pregunta si van a poner su apellido. Se le dice que no. “Ah, porque yo sé que estoy aquí por mi apellido. Por eso no me dejan salir”, quiere que se sepa y se despide con un beso.